Algunas otras veces no llegué ni a tres.
Otras tantas sentí que las cosas eran duras y todo se teñía de ese tinte casi desconocido, perverso, oscuro y triste. Ese tinte que te mancha el alma y te cambia en parte, la forma de ver las cosas. Ese tinte que rocía el mundo de pesimismo, de caminos cerrados, de puertas rotas y ventanas sin salidas.
Esas veces llegué a seis.
Muchas otras parecía que las venas ardían, que quemaban. Que las uñas y los pelos sentían todo el dolor que el cuerpo y el alma desbordaban. Inquieto, nervioso.
Lloraba, sí, muchas veces lloraba. Frenesí de lágrimas incontrolables que no cesaban, ni tampoco intentaban hacerlo. Sensaciones tristes acompañados por situaciones aún peor.
Esas, esas eran esas situaciones que llegaba a siete.
Ocho,
¿Nueve? tal vez ...
Los nervios ya pasaban a la incontrolable desesperación de tener en las manos algo tan inestable como la tristeza misma, y no saber manejarla. Monótonas noches, largas, duras, de esas casi infinitas donde el sueño no está, y solo es uno con sus pensamientos.
Solo es uno con sus pesares, con sus tristezas. Con todo eso que nos lastima, que carece del sentido lindo que la vida tiene.
Días, también tristes. Mente dispersa, o enfocada, en todo eso que me lastima.
Heridas que estaban y pensamientos recurrentes que cumplían la función de ese cuchillo llamado inconsciente que hurgaba cada vez más, lastimando, haciendo sangrar una y otra vez.
Y ahí recurrí a esas cosas que llamé escapes, que más que escapar me hundieron en más tristeza, en más soledad. Me hundió de a poco en todo eso oscuro que tal vez es mejor evitar, en los recovecos más inhóspitos del pesar humano.
Pero salí.
Salí de eso, salté de ese vacío y la superficie me estaba esperando con flores de jacarandá y calurosas primaveras.
Otra vez,
la única vez,
ésta vez.
Ésta vez que se llenó de escapes nocturnos, de llantos recurrentes con lágrimas negras como la pena misma. De abrazos ausentes. De miradas que extraño y de manos que tanto desearía poder mimar. De recuerdos, de recuerdos de aquellas cosas que ocurrieron y también esos recuerdos que me hubiese gustado recordar, como si soñara cosas que no pasaron.
Ésta vez, que a pesar del pensar ajeno no es un amor infantil, o una ocurrencia obsesiva, o un objetivo inútil. Es un querer íntegro y enfermo, incontrolable. Un querer arrepentido por un dolor causado.
Noches infinitas, días casi sin sentido que intentan buscar su fin en tareas obligadamente hechas con el objetivo de distracción.
¿Pero como distraer a la mente de algo que viene de los sentimientos?
Como querer abstenerse a pensar cosas de forma consciente cuando es el propio insconsciente que nos recuerda de forma vil aquello que nos destruye de a poco y con todas las emociones posibles.
Como querer no pensar en algo que hasta con la sonrisa en el rostro me dibuja un llanto en lo profundo del alma. Una de esas inquietudes que ni dormido cesa, que hasta soñando lastima.
Que hasta de día te extraña.
Ésta vez, la primera que vivo ésta angustia y esta ausencia.
Ésta vez,
la única vez,
en la tabla de las tristezas,
que se lleva un diez.