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viernes, 30 de octubre de 2015

Ángel de la guarda.

Almorcé, me duché, y me cambié.  Sorprendido, totalmente anonadado, como creo yo que cualquiera de nosotros estaría si recibiría esta trágica noticia de alguien tan cercano.
La ventaja de un pueblo tan chico es que después de un par de cuadras caminando bajo éste calor primaveral, llegué al lugar que en realidad no quería llegar, a ese que camine pero que deseaba que a cada paso en vez de acercarme, lo tuviera más lejos.  Tenía ganas de estar ahí, de abrazar y contener cada persona herida por las injusticias de la vida, pero a la vez, tenía tan pocas ganas de estar ahí, porque sabía que iba a ser un espacio tan lúgubre, tan lleno de  incertidumbres inundadas en lágrimas.
Cuando al fin crucé esa puerta polarizada de vidrio, se sintió de golpe esa energía negativa producto de tanta angustia. 
No sabía si acercarme, o quedarme en un rincón, haciendo de cuenta como que no existo. No tenía idea si me tenía que hacer notar, y que sintieran que yo estaba ahí, acompañando, o quedarme al margen, y consolar, desde el silencio.
Al fin me decidí.
Abrazar a esa gente,  que necesitaba apoyo, que no entendía como su hermano, su amigo, su esposo, su padre, su hijo, se había marchado. Gente, que pedía a gritos explicaciones, que imaginaba en sus tristes pensamientos lo feliz que serían si hubiese alguna forma de volver a ver alguna vez en su vida, a aquel  que se marchó.  Personas, que intentaban pero no lograban entender,  como Dios a veces es cruel,  y como la vida desenlaza en extrañas formas que llegan a tal punto de injusticia, que se vuelven inentendibles.
Silencios casi eternos, de esos que nos da vergüenza hasta respirar fuerte para no romperlos.  Incómodos, angustiosos.  Interrumpidos por sollozos, por lágrimas, por puertas que se abrían al compás de las miradas que seguían con sus abiertas y sorprendidas pupilas a los recién llegados a esa habitación que respiraba tristeza.
Aunque  tengo que admitir, que las peores interrupciones eran esas.
Y por esas me refiero a aquellas que se llevaban la atención de toda la sala, esas interrupciones del silencio que eran producto de almas en pena que recién se habían chocado con esa pared llamada realidad, asimilando, mirando un cuerpo inerte que, a pesar de sus deseos, ya se había marchado.
Esas interrupciones que venían acompañadas de lamentos, de llantos estremecedores que le partían el alma a uno, la piel se erizaba y sentías esa angustia en el pecho, como un nudo, como de esas sensaciones que son tan tristemente incomparables que no se le desean ni al peor enemigo.
En el salón, había una multitud.
Un conjunto de personas consolándose unas a otras, solidarizándose.  Por allá un amigo miraba a una joven situada en frente, y esa a una tía que tenía dos sillas al lado,  dos hermanas se miraban entre ellas, y una viuda en pena miraba a su amor, mientras tomaba la mano de su hija.
 Todos, buscando en las miradas alguna explicación,  algún argumento de porque algunas cosas son tan injustas,  y pasan tan rápido.  Nunca, y digo nunca, se está preparado para perder a alguien. 
Creo yo, que en esa misma sala, en ese mismo momento, cualquiera de nosotros se hubiese ofrecido en vida para devolvérsela a ese ser tan emocionalmente querido por tanta gente. 
Y luego, uno trata de tener fe, trata de creer en Dios, trata de creer que el karma existe, de que si sos bueno la vida te tira cartas para una buena jugada.
¿Pero como haces para creer en todo esto?  Si a veces el destino es ingrato e injustificable, si a veces son inentendibles los caminos que tiene la vida.   
No sé,  no sé si todo esto fue planeado con algún propósito, o si fue una mala jugada del destino. Todavía no sé, y creo que tanta gente que ahora está velando en pena un alma que hoy se fue, tampoco sabe, el porqué de que  en ese juego de tire y empuje entre la vida y la muerte, ganó la más terrible.
Por lo pronto, solo me resta pensar,  que en noches como éstas y a partir de ahora, a pesar del vacío que deja su ausencia,  mi amiga, sus hermanas, y su madre, van a poder mirar al cielo y decirle:

Ángel de la guarda,
dulce compañía,
no me desampares,
ni de noche ni de día,
hasta que descanse
 en los brazos de 
Jesús, José, y María.

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