Grito que no creo en nada, en que todo es absurdo. A veces mi fe se marcha y no puedo esperar nada bueno de nadie. A veces, también dudo de mi grito.
Dudo de la compañía, y le grito a la cruel soledad, cuando pido a gritos los deseos más simples que nunca tengo, como uno de esos abrazos a ojos cerrados, de esos que convierten los brazos en hogar, fuego y azúcar.
Dudo también de que la felicidad me haya dicho la verdad cuando afirmó decirme ser mi amiga, ahora que hace tiempo que se fue y que la tristeza llegó, lenta, suave, y se meció en mi penosa mirada, en mi ahora inexistente sonrisa, y se instaló cómodamente en mi corazón.
Y aunque estoy tan seguro que existen tantas noches como días, y que cada uno dura lo mismo que el que lo precede. Hasta los momentos más felices se hacen imposibles de medir sin unos momentos de oscuridad, y que ser feliz perdería todo sentido si no estuviese equilibrado por ser triste.
A pesar de que soy consciente de eso, hace tanto tiempo que el sol allá arriba yo no lo siento, y que creo que mis días son tan nublados y mis noches, tan oscuras.
Hoy, entiendo, que cada día es tan horrible que no podría ser peor.
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