Almorcé, me duché, y me cambié. Sorprendido, totalmente anonadado, como creo
yo que cualquiera de nosotros estaría si recibiría esta trágica noticia de
alguien tan cercano.
La ventaja de un pueblo tan chico es que después de un par
de cuadras caminando bajo éste calor primaveral, llegué al lugar que en
realidad no quería llegar, a ese que camine pero que deseaba que a cada paso en
vez de acercarme, lo tuviera más lejos.
Tenía ganas de estar ahí, de abrazar y contener cada persona herida por
las injusticias de la vida, pero a la vez, tenía tan pocas ganas de estar ahí,
porque sabía que iba a ser un espacio tan lúgubre, tan lleno de incertidumbres inundadas en lágrimas.
Cuando al fin crucé esa puerta polarizada de vidrio, se
sintió de golpe esa energía negativa producto de tanta angustia.
No sabía si acercarme, o quedarme en un rincón, haciendo de
cuenta como que no existo. No tenía idea si me tenía que hacer notar, y que
sintieran que yo estaba ahí, acompañando, o quedarme al margen, y consolar,
desde el silencio.
Al fin me decidí.
Abrazar a esa gente,
que necesitaba apoyo, que no entendía como su hermano, su amigo, su
esposo, su padre, su hijo, se había marchado. Gente, que pedía a gritos
explicaciones, que imaginaba en sus tristes pensamientos lo feliz que serían si
hubiese alguna forma de volver a ver alguna vez en su vida, a aquel que se marchó.
Personas, que intentaban pero no lograban entender, como Dios a veces es cruel, y como la vida desenlaza en extrañas formas
que llegan a tal punto de injusticia, que se vuelven inentendibles.
Silencios casi eternos, de esos que nos da vergüenza hasta respirar
fuerte para no romperlos. Incómodos,
angustiosos. Interrumpidos por sollozos,
por lágrimas, por puertas que se abrían al compás de las miradas que seguían
con sus abiertas y sorprendidas pupilas a los recién llegados a esa habitación que
respiraba tristeza.
Aunque tengo que
admitir, que las peores interrupciones eran esas.
Y por esas me refiero a aquellas que se llevaban la atención de toda la sala,
esas interrupciones del silencio que eran producto de almas en pena que recién
se habían chocado con esa pared llamada realidad, asimilando, mirando un cuerpo
inerte que, a pesar de sus deseos, ya se había marchado.
Esas interrupciones que venían acompañadas de lamentos, de
llantos estremecedores que le partían el alma a uno, la piel se erizaba y
sentías esa angustia en el pecho, como un nudo, como de esas sensaciones que
son tan tristemente incomparables que no se le desean ni al peor enemigo.
En el salón, había una multitud.
Un conjunto de personas consolándose unas a otras,
solidarizándose. Por allá un amigo
miraba a una joven situada en frente, y esa a una tía que tenía dos sillas al
lado, dos hermanas se miraban entre
ellas, y una viuda en pena miraba a su amor, mientras tomaba la mano de su hija.
Todos, buscando en
las miradas alguna explicación, algún
argumento de porque algunas cosas son tan injustas, y pasan tan rápido. Nunca, y digo nunca, se está preparado para
perder a alguien.
Creo yo, que en esa misma sala, en ese mismo momento, cualquiera
de nosotros se hubiese ofrecido en vida para devolvérsela a ese ser tan
emocionalmente querido por tanta gente.
Y luego, uno trata de tener fe, trata de creer en Dios,
trata de creer que el karma existe, de que si sos bueno la vida te tira cartas
para una buena jugada.
¿Pero como haces para creer en todo esto? Si a veces el destino es ingrato e
injustificable, si a veces son inentendibles los caminos que tiene la vida.
No sé, no sé si todo esto
fue planeado con algún propósito, o si fue una mala jugada del destino. Todavía
no sé, y creo que tanta gente que ahora está velando en pena un alma que hoy se
fue, tampoco sabe, el porqué de que en
ese juego de tire y empuje entre la vida y la muerte, ganó la más terrible.
Por lo pronto, solo me resta pensar, que en noches como éstas y a partir de ahora,
a pesar del vacío que deja su ausencia, mi amiga, sus hermanas, y su madre, van a
poder mirar al cielo y decirle:
Ángel de la guarda,dulce compañía,no me desampares,ni de noche ni de día,hasta que descanseen los brazos deJesús, José, y María.