Hace unos días asistí al primer velorio de mi vida.
Nunca había ido, y por suerte, tampoco se me habían presentado tantas oportunidades de hacerlo.
El abuelo de unos amigos había fallecido.
Particularmente no creo que haya sido una sorpresa, el viejo tenía una edad avanzada y problemas de salud, pero para la pérdida de un familiar uno nunca está listo.
Detesté esa situación en la sala velatoria.
Nunca me había sentido tan dolido, y había visto el sentimiento de tristeza ajeno tan de cerca.
Mis amigos, destrozados.
No con el dolor que podría sentir una persona mayor, porque a veces, a nuestra edad y con la formación psicológica que todavía estamos teniendo, no se es capaz de reconocer con certeza la muerte de alguien cercano, y no se miden las dimensiones de el saber que nunca, pero nunca más, vas a volver a verlo.
En un momento estábamos hablando - yo, un amigo con el que había ido a la sala velatoria, y mi otro amigo, al que se le había muerto el abuelo - sobre cualquier tema, sin importancia, la idea era hablar lo más posible para poder sacar a Antonio de esa situación que, obviamente, lo tenía tan mal.
De repente, su abuela empezó a llorar.
Lloraba desconsoladamente, la señora, ahora viuda, se había parado con esa paciencia que tiene el cuerpo de alguien mayor, se acercó al cajón, tocó la frente de su difunto esposo y largó un llanto desgarrador que hizo callar a toda la sala.
Silencio atroz, incómodo, que llenó aún mas de angustia a todos los que estabamos ahí.
Nunca había visto ese gesto en la cara de alguien, esa expresión, esas muecas de tristeza. Esa incomprensión de la situación injusta que estaba ocurriendo.
La señora abrazaba a un cuerpo, un cuerpo que había amado con toda su alma.
Todavía tengo en la cabeza esa imagen, esa imagen de una señora llorando a su par, a aquella persona que había pasado prácticamente toda su vida, y que ahora, sabría bien que no iba a volver a ver nunca más.
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