Me gusta el
barrio por el hecho de que es una zona tranquila, Liniers y Núñez me habían
traído varias experiencias para nada agradables y creo que no había ningún
inconveniente en vivir acá. Dos años
buscando un sitio que habitar y al fin encontré uno de esos lugares donde uno
se siente a gusto, cómodo. Era un barrio
lleno de vejestorio agradable y muy simpático,
de esos que se levantan temprano para hacer nada y que te saludan con
unas sonrisas ausentes de azahares blancos cuando pasas por su vereda libre de
hojas, porque claro, toda vereda limpia propende a una casa prolija, y una casa
prolija no insinúa un malestar económico en estos tiempos de crisis. Sí, este barrio es así, la gente mayor tiene hilo
de otra época donde la educación se basaba en apariencias, donde la gente no era,
sino que parecían.
La mayoría
eran personas de plena capital, que habían venido al conurbano a buscar un poco
de paz, no esa paz que te da el campo pero si esa que te da la esencia barrial
de conocer a los vecinos de toda la cuadra.
Un par de
ancianos que a menudo se presentaban a hablar quejosos por el desgaste óseo, o
no llegar a fin de mes, o que esa hortensia que tantas flores le daba y que tan
linda quedaba se secó porque hace meses que no llueve.
Por mi parte,
daba gusto ver tan lejana la vejez, a mis 35 años me di el lujo de vivir tranquilo
luego de que el azar y la suerte se unieron en un boleto de lotería que me dio
el premio mayor y la libertad de privarme de levantarme temprano, aún más, a
seguir un trabajo agotador y rutinario con el que no estaría conforme, todos
los días, toda mi vida.
Una de mis
pocas preocupaciones era que no se me lavara el mate para esas conversaciones
con Adriana y Gastón, amigos y vecinos míos que todas las mañanas esperaba en
la hamaca de mi porche para conversar de quién sabe qué cosa hasta la hora del almuerzo,
donde cada uno se encerraba en la cocina a oler especias y hervir algo que
supiera rico con la carne.
Hoy a la
mañana la conversación se guió por los matrimonios, los vínculos, por como era
el amor antes y como ahora el amor tomó un neologismo barato y es tan poco
apreciado por las nuevas generaciones. Hablamos un interminable rato sobre lo
mismo con redundancia casi agotadora, llegando al punto de aburrirnos y
bostezar, mirar los árboles y callar palabras que no nos animábamos a decir,
por no saber sobre qué tema hablar.
Gastón miró la casa de en frente y empezando con un suspiro casi melancólico
murmuró:
- Mira, acá lo tenes, un ejemplo claro del
amor incondicional que puede haber entre dos personas –
Pasamos un largo tiempo hablando sobre eso,
escuché con atención cada palabra que salió de la boca de Gastón, y la historia
me conmovió, parecía de película de los 90, de esas donde amar era el marco, la
trama, y la solución cinematográfica a todo.
Cosas así llaman la atención. Es raro que
después de tantos años esa pareja esté tan unida, hasta da envidia que sean
capaces de mantener tal vínculo de tal manera.
Siquiera la
rutina de vivir más de 50 años juntos en el mismo barrio y en la misma casa, fue
capaz de corromper ese dulce lazo entre Hidalgo – un jubilado de 83 años - y Rosario – una ex maestra jardinera que
dedicó su vida al arte de querer a la gente -
Décadas
enteras cumpliendo los caprichos de su par,
enfrentando y resolviendo los problemas de ambos en forma conjunta y
cooperativa. “ - Amar, ese egoísmo, ese privilegio - ” decía el, cuando miraba los
ojos de su chinita y juntos iban al almacén de la esquina a comprar unos
víveres para cocinar, juntos claro, porque cada aspecto de su vida lo
realizaban como si sus almas estuviesen fundidas en una sola.
Gastón mencionó que el barrio miraba siempre
con ternura la caminata de 10 metros de estos dos ancianos que, a pesar de los
huesos deteriorados y la columna encorvada, se las ingeniaban para sostenerse
el uno al otro y llegar al almacén, para repetir el proceso de vuelta e
ingresar en su casa, esa que vio crecer el vínculo por varios largos años.
Pero a veces
la tragedia es algo cotidiano de lo que uno no se salva por más bueno y
enternecedor que sea, por más joven o anciano, por más rico, por más pobre, por
más blanco, negro, asiático, budista, cristiano, o islamita que seas, la muerte
se las va a ingeniar para tocar tu pecho y arrancar tu alma, desvalijar la
conciencia y embalar tu corazón, para retirarlo de éste mundo de forma
instantánea.
A Irene le tocó, y no era sorpresa después de
una vida luchando a un malestar económico que no podía sustentar su salud, pero
daba rabia saber que una persona merecedora de vivir más de doscientos años se
escape del mundo real para introducirse en ese sueño eterno del que, hasta
ahora, nadie ha vuelto.
Era inevitable, según Gastón, que algún
sentimiento positivo se presentara el día en que el cajón que contenía el
cuerpo inerte de Irene, fue retirado de su casa luego de una larga jornada
velatoria donde Hidalgo pasó sentado junto al torso de su difunta esposa,
mirándola, como queriendo entender un idioma extraño que se basa en silencio,
un silencio que tal vez, escondía unas palabras de despedida que un viudo
quiere decir a su esposa antes de que se marche.
Pasaron
meses, y la esencia misma del barrio fue pesimista, parecía que los árboles y
la naturaleza estaban ligados a la relación de amor de éste par de ancianos,
una relación que se había esfumado del mundo, pero que el amor de uno hacia el
otro seguía vigente, acá, en el plano real y cotidiano.
Pero a veces
las palabras locura, amor, y muerte se ligan para formar una utopía trágica,e Hidalgo creyó que marcharse del plano de nuestro mundo para fundirse
eternamente con el alma de Irene era lo correcto.
Lloró
desconsoladamente, porque a veces está bueno hacerlo, que llorar es reiterar el
primer llanto del nacer, ¿Y por qué no llorar antes de morir? La tristeza le
invadía el alma mientras la soga le sostenía el cuello y el contaba los
segundos para saltar de esa silla y acabar con la agonía de la ausencia de
sentido de su vida, de su amor, de su chinita.
Y así murió, con lágrimas en los ojos, siendo
que se llora cada vez que se recae al
vértigo de pertenecer al mundo, un mundo cruel que le arrancó el alma para
sumirlo lentamente en la muerte.
Algunos dicen
que fue un exagerado, que a pesar de su vejez la vida le deparaba para él un
tiempo más de oportunidades, que estaba loco, y que amar de esa manera, en
éstos tiempos, es de desquiciado.
Yo, por mi
parte, creo que exagerar está bien cuando se trata de amor.
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